jueves, 7 de noviembre de 2019

Los zapatos mágicos


Los zapatos mágicos




El otro día decidí ponerme mis zapatos mágicos. Son unos naúticos que compré en Inglaterra hace más de una década, que deberían estar gastados y rotos; pero que se conservan de maravilla. De hecho diría que cada día están más nuevos.

La verdad es que había evitado calzarlos durante mucho tiempo, porque, al atarse solos, me hacen sentir un poco inútil. Pero bueno, me dio por ahí. A otros les da por perseguir moscas con un periódico enrollado en invierno, qué sé yo.

Salí de casa muy pronto, como a las 12.oo de la mañana, y casi me helé de frío. Imaginé por un momento que mi corazón era una hoguera, pero nada. Luego pasé a recordar las castañas asadas que comía en la feria de pequeño, pero ni por esas conseguí entrar en calor. Menos mal que mis zapatos mágicos hicieron su trabajo y me llevaron a un país cuya frontera estaba, curiosamente, dos calles más abajo. Allí sí hacía calor y todo el mundo sonreía. Todos menos yo, que todavía estaba congelado.


"Si escribes sobre mí, evita a toda costa las metáforas manoseadas".


Un chico bastante atractivo se acercó hacia mí y me dijo algo en un idioma inteligible. Tenía el pelo rizado, los ojos de color negro azabache, los dientes como perlas y una camiseta en la que se leía, en perfecto español: "Si escribes sobre mí, evita a toda costa las metáforas manoseadas". El caso es que me pareció agradable y le seguí. Tras una larga caminata que se me hizo muy corta, entramos en un cine vacío y no sé por qué, todo tenía un aire familiar, como de añejo. Nos sentamos juntos en mitad de la sala, a pocos metros de la pantalla, aún en blanco. Empezaba a sentirme intrigado por el muchacho de las metáforas y noté cómo pequeñas maripositas de colores subían por la garganta desde mi estómago. Cerré la boca con fuerza, pero las muy pícaras empezaron a salir por las orejas. Me sentí muy mal, porque no quería caer en más lugares comunes ni utilizar más recursos de mal escritor. Al chico misterioso no pareció incomodarle y sonrió de oreja a oreja, mientras que mis mariposas enredaban en su pelo. Aquéllo me tranquilizó bastante.

Comenzó la proyección y con ella, los anuncios. Todos eran mudos, así que no tuve mayor problema con el idioma. Me impactó mucho uno en el que un amable señor nos informaba de una nueva legislación que contemplaba penas de hasta 20 años de cárcel para las personas que osaran entrar en la sala con el móvil encendido. Mi acompañante no pareció contrariado: estaba demasiado ocupado jugando con mis mariposas. Cuando comenzó la película, un desagradable escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Conocía todos los actores y recordaba la mayoría de los diálogos. Era una película sobre mi vida, aunque en ella aparecía como un ser egoísta, imbécil y un pelín desaliñado. Me sentí muy ofendido, pues yo siempre he sido amable, guapo, inteligente y modesto. Además, a mí todo el mundo me había querido siempre.

Pero eso no era lo que se veía en pantalla. Vi a antiguos amigos llorar por mis traiciones, a familiares jurando que jamás volvería a sus casas. Volvi a vivir antiguas decepciones, viejos amores y juguetes rotos. Me sentí muy mal cuando vi que a nadie parecía importarle que había desaparecido de España con unos zapatos ingleses. Miré a mi lado, pero el chico ya no estaba. Tampoco quedaba rastro de las mariposas.

Salí despavorido de allí. Me pesaban muchísimo los pies, eran como dos losas de cemento. El camino hacia la frontera de ese extraño país se volvía cada vez más largo, interminable. Hacía un frío glacial. Se hizo de noche y luego de día, pero ya no hacía sol y nadie me sonreía. Es más, creo que ni siquiera se daban cuenta de que estaba merodeando por allí.

Tras varios días de huída hacia adelante, por fin llegué a casa. Estaba hambriento y necesitaba una buena ducha. Pero antes de nada, me quité los zapatos (pesaban una tonelada) y los tiré a la basura.

Cuando entré a mi habitación, allí estaban de nuevo, a los pies de mi cama. Limpios y relucientes, como siempre. Nunca más he vuelto a ponérmelos.

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